Nino se despertó con un rayito de sol que acariciaba sus pequeños ojos y la brisa rozando sus mejillas. “¡Qué raro!” – pensó – “Mamá siempre baja la persiana de mi habitación cuando me mete en la cama, y papá nunca deja que se quede la ventana abierta por la noche, ¡ni si quiera en verano!” Se desperezó, bajó de un salto al suelo y, con los pies aún descalzos, abrió la puerta de su habitación.
Pero el pasillo de casa había desaparecido. Y el baño. Y la cocina. ¡Y la habitación de jugar!. A cambio de esto, la primera pisada de Nino fue sobre un suelo fresco, suave, lleno de hierba que le ha¬cía muchas cosquillas. Un paso, otro, y al cabo de un momento se encontraba en el borde de un río. El agua estaba fresca, y aprovechó apara lavarse la cara y acabar de abrir los ojillos, con una gran sen¬sación de sorpresa y felicidad. En la orilla de enfren¬te, silencioso como la noche, un pequeño ciervo bebía a lametazos el mismo agua de aquel río. Nino se le quedó mirando, sentado sobre una roca, hasta que el cervatillo acabó y se esfumó de allí con ágiles saltos.
Nino pensaba que aquello era raro, “¿dónde están mamá y papá?”, pero se entretenía paseando y viendo plantas de todas las clases: las había que pinchaban con sus espinas, otras sin embargo tenían pétalos enormes y delicados, al contrario que las que picaban cuando las tocaba, que estaban cerca de otras de colores magníficos. En éstas había abejas que libaban el néctar de las flores y se iban volando para volver a por más tras unos minutos. Al cabo de un rato Nino se sentía cansado, así que se tumbo en la hierba. El cielo estaba azul y el sol llegaba ya al centro de éste, cubriendo todo con una manta de calor que invitaba a quedarse tumbado allí. Cerró los ojos, y escuchó un canto muy agradable. Posado en la rama de un árbol un mirlo llenaba el silencio con sus tonos. Cerca, una ardilla subía por el tronco de un pino y águilas y buitres cruzaban el cielo en busca de comida.
Todo era tranquilidad, hasta que Nino escuchó a lo lejos unas risas y voces. Parecían niñas y niños jugando en aquel lugar. “¡Qué alegría!” – pensó Nino – “¡Alguien con quien compartir todo esto!”. Echó a correr en dirección a aquellas alegres voces y encontró un grupo de niñas y niños que jugaban y reían en una campa inmensa. Nino no les conocía, pero parecían felices. Se detuvo un momento, y un niño cruzó la mirada con él. “¡Ven con nosotros!” Nino no se lo pensó dos veces. Jugaron, subieron a las montañas para ver más de cerca a los pájaros, se bañaron en el río y cenaron todos juntos. “¡Quédate a dormir con nosotros! En nuestra tienda hay hueco para uno más.” Agotado, Nino se tumbó, cerró los ojos y su sonrisa no podía ser más inmensa y sincera.
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“¡Nino!, ¡Nino!, ¡despierta o llegarás tarde!”. La voz de sus padres hizo que abriera los ojos. Nino se dio cuenta de que había tenido el mejor sueño de todo el curso y, con los ojos aún entornados por el sueño, dijo: “Mami, papi, este año… ¡me voy de campamento!”